La lucha libre

Por David Polo / Foto: David Carrizosa

“¡Lucharáaaan de dos de tres caídas, sin límite de tiempo…!” Hay una historia mexicana de más de un siglo detrás de la cumbia que en 1952 Pedro Ocadiz compusiera en honor de los luchadores más famosos de la época. Cualquier mexicano ha escuchado esta frase, ya sea frente a un cuadrilátero, en la televisión o en la interpretación del casi anónimo Conjunto África, que con el tiempo se convirtiera en un himno de la cultura popular en nuestro país. Teatro de tragicomedias, la lucha libre es una de las tradiciones más arraigadas en la identidad moderna de México.

Aunque carece del rigor de las grandes justas, también se le considera deporte, pero uno incapaz de abandonar su espectacularidad que raya en lo increíble por sus golpes, llaves y saltos que a veces impactan más en el público que en los mismos gladiadores. Es el arte de una faramalla enmascarada y revestida de lentejuelas y colores opacos o brillantes al más puro e inconfundible estilo mexicano. Pero la lucha libre va más allá, pues surgió desde finales del siglo XIX como una mezcla de disciplinas deportivas y técnicas marciales de todo el mundo hasta alcanzar sus peculiares maniobras que han dado la vuelta al planeta como una huracarrana.

Los orígenes de esta práctica se remontan a la segunda mitad del siglo XIX. Aunque se tiene registro de exhibiciones de lucha grecorromana desde la década de 1840, se considera a Enrique Ugartechea como el precursor de la lucha libre mexicana, pues fue él quien gracias a su afición por los espectáculos pugilísticos y las funciones de circo sentó las bases de algo más que la lucha convencional a partir de su admiración por personajes como el italiano Romúlus “la Balanza Humana”, con quien se enfrentaría hacia los primeros años del siglo XX.

Las exhibiciones pronto comenzaron a calar en el gusto de la gente y se realizaban a través de compañías ambulantes de entretenimiento, principalmente la del italiano Giovanni Relesevitch y el Teatro Colón de Antonio Fournier, que traían consigo a los japoneses Conde Koma y Nabutaka, quienes se enfrentaron en carpas y plazas de todo México. Fue cuestión de tiempo para que la tradición mexicana, las disciplinas europeas y las artes marciales orientales se mezclaran bajo las luces de la cultura popular hasta crear una técnica completamente nueva, original y abrazada por las multitudes de una nueva sociedad de masas.

En el año de 1933 Salvador Luteroth fundó la Empresa Mexicana de Lucha Libre, que existe hasta la fecha bajo el nombre de Consejo Mundial de Lucha Libre. Fué él también quien construyó la Arena Coliseo, ubicada en el corazón de la Ciudad de México y que por muchos años no sólo fue una de las catedrales del arte de los costalazos, sino también la mejor arena techada de Latinoamérica para espectáculos deportivos.

En la actualidad la lucha libre continúa siendo uno de los más importantes espectáculos deportivos de México, sólo rebasada por el fútbol en el gusto popular. Durante las funciones, cada luchador es capaz de cargar sobre sí no sólo el peso de sus contrincantes, sino la enjundia e ilusión de cada espectador que viven como propio el espectáculo al interior del cuadrilátero.